Thursday, March 01, 2007

Good enough

Uñas pintadas concluyendo los dedos, apoyados e inertes en el vidrio. Maquilladas. Una mano helada contra la ventada, acariciando las gotas que la lluvia dejó afuera. Agua gris y uñas rojas, contaminando una mano blanca.
Un rostro se dibujaba detrás del cristal. El gato del tejado de al frente parecía observar la figura que lo acechaba desde el otro lado de la calle. Unos ojos acabados, ahogados, acariciaban con el cariño de siempre al felino rubio sobre las tejas, sacudiendo de sus patitas el agua que se enredaba mientras caminaba.
Una sonrisa moribunda desde que apareció estiró los labios secos. Y se desvaneció.
La tormenta dejaba tras de sí nubes huérfanas que se negaban a morir, que negaban su verdad: eran solo rastrojos de una tempestad, eran trozos de fracaso. Había sido un buen escenario para otro episodio de una enfermedad emocional, de una decepción propia. Se retiró de la ventana, de la presencia del gato, de la despedida de la lluvia. Le dio la espalda, se desbarató y cayó al piso. La madera tenía un eco del calor pasado, una tibieza lastimera entre las tablas. Un abrazo sincero del ayer, eso era. Y todo pareció enorme, la cama destendida, los muebles sostenidos en la quietud, la puerta cerrada. Y miserable. Ropa en el piso, perfume sobre el tocador y libros a medio prostituir abiertos sobre la mesa de noche.
Y qué maldita vida era esa. Reducida a un cuerpo frágil pero aún sinuoso bajo una camiseta demasiado grande. Para qué la ropa interior, nadie la vería quitársela de todos modos. Para qué pensar en colores, en cortes pervertidos y encajes. Para qué, al fin, levantarse del suelo si no había más que un gato mojado afuera. Soltó entonces una risita de burla sincera. Dios, que patética soy. Se acomodó y miro el techo. Si alguien entrara en este momento -pensó- estoy segura que me vería ridícula. Qué más da, lo soy. Y soy un fraude. Como si no lo supiera. Se le insinuó un rato más a las almas del aire que querían rasguñarla y luego de hastiarse de su dulzura -porque le susurraban muertes fantásticas-, se puso de pie.
Las nubes regresaron para jugar de nuevo, cargadas sus bocas de saliva. Comenzaron lentamente, rítmicamente, a escupir sobre la ciudad. Estaba en el sueño, la cama más comoda de la inconsciencia. Abrió los ojos, parpadeó y la embistió como cada mañana la realidad. Qué asco. Y sucedió el agradable letargo que se abraza a las caderas cuando es hora de abandonar el descanso. Se escondió de la solitud de la habitación, bajo su misma piel. En el vientre, entre entrañas y desprecio aromatizado con belleza nacía una sensación de vértigo innevitable e incurable. Bajarse de la cama era lanzarse a un vacío. Aventurarse a dejar escalones atrás hasta pisar la calle era aspirar a un suicidio interminable, de fuentes eternas de sangre tibia y cicatrices veloces que nunca dejaban a la última gota escapar para seducir a la vida para salir de las muñecas. El torrente interminable de sus venas apretaba su cuerpo desde adentro, para excederse de los límites. Algún día. Lo sé.
Domó su estado y logró levantarse. Desnudarse para bañarse y vestirse de nuevo: otro proceso insulso desde una mirada desgastada. Una vez limpia de lo que era posible purificar se miró al espejo. Tortura cotidiana. La falsedad de tantos, si no de todos. Comerse la condescendencia de la imagen reflejada, de la réplica que está segura al otro lado del cristal. Ambas somos bonitas, solo que ella conserva la perfección de lo que no tiene que ensuciarse con la vida. La perfección de la no realidad que convive con todo en las cosas imperceptibles... las corrientes de viento intocables que se pasean a mínima distancia del suelo, las palabras nunca dichas que por más que hayan sido manoseadas por la obscenidad curiosa del habla siempre resultan placenteras y como te deben mirar los insectos cuando están a tu lado y no te has percatado. Luego los matas. Tengo una buena fachada para mi casa en ruinas. Ojos penetrantes de matices marinos enmarcados con piel clara, que invita al tacto a recordar su función primera. Un rostro que recibe cachetadas cuando lo único que evoca en bocas ajenas es elogios idiotas. Hermosa. Me han llamado así. Y sólo en este momento, antes de cubrirme de porquería, lo siento al verla a ella violándome desde su prisión cristalina.
Tacones resonaron en la calle temprana.

 
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