El viento tibio le palpitaba en la cara. El pulso de la naturaleza. El calor de la mañana tardía se estiraba hasta perderse con las nubes cercanas al sol. Trataba de traer a su boca el sabor de la lluvia de madrugada. Era testigo del final de una día enfermo: los últimos lenguetazos del sol languidecían plácidos a través de los lugares débiles de las nubes y lamían tranquilos - la calma del que presiente lo inevitable - la cara de agua del lago. Estaba sentanda en el borde del pequeño muelle, sintiendo como el agua le hacía cosquillas en la planta de los pies con gotitas salpicadas. Balanceaba sus piernas como si quisiera bailar sobre las aguas y se comía con los ojos brillantes la agonía hermosa del paisaje. Tenía las manos apoyadas en las tablas del muelle, a los lados y atrás de sí. Su cabello acariciaba su rostro con los latidos del viento y el vestido ligero golpeaba rítmicamente sus muslos y su pecho. Le abrazaba la piel clara.
Disfrutaba de la vista. Del perfume de los árboles y las profundidades acuáticas. De la privacidad en el pequeño muelle. De su soledad, porque estaba sola. No tenía nada. Ni sueños, ni ganas. Solo un vestido, la espera y la resignación. Era como el día que terminaba con ella: radiante y temblorosa. Aún así sonreía. Una sonrisa sincera y plena que le colmaba los labios y la mirada. Ojos sonrientes, aunque rotos. Húmedos y complacientes. Sonreía porque todo terminaría. Las cosas declinan. Ese paisaje cambiaría con la fecha. Ella recobraría su rincón predilecto en el bosque que no dejaba de llorar. Volvería al aroma embriagante de la lluvia y su castigo inundando los pies de los árboles. Recuperaría su espacio y todo lo que no tenía por la soledad en aquel muelle, porque tendría en su mundo de resplandor oscuro a quien amaba. Sin viento palpitante, sin despedidas solares o jueguitos con aguas inmutables. Con la perfección del silencio, la suavidad del suelo forestal y la felicidad genuina contenida en el cuerpo de él.
Disfrutaba de la vista. Del perfume de los árboles y las profundidades acuáticas. De la privacidad en el pequeño muelle. De su soledad, porque estaba sola. No tenía nada. Ni sueños, ni ganas. Solo un vestido, la espera y la resignación. Era como el día que terminaba con ella: radiante y temblorosa. Aún así sonreía. Una sonrisa sincera y plena que le colmaba los labios y la mirada. Ojos sonrientes, aunque rotos. Húmedos y complacientes. Sonreía porque todo terminaría. Las cosas declinan. Ese paisaje cambiaría con la fecha. Ella recobraría su rincón predilecto en el bosque que no dejaba de llorar. Volvería al aroma embriagante de la lluvia y su castigo inundando los pies de los árboles. Recuperaría su espacio y todo lo que no tenía por la soledad en aquel muelle, porque tendría en su mundo de resplandor oscuro a quien amaba. Sin viento palpitante, sin despedidas solares o jueguitos con aguas inmutables. Con la perfección del silencio, la suavidad del suelo forestal y la felicidad genuina contenida en el cuerpo de él.
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