Era ella en mi puerta. Plácida, recargada en el umbral, sonriendo venenosa y radiante. Con su cuerpo sin falla, hecho de rabia de miles. Me miró una vez más y entró sin invitación, como siempre.
Pasó junto a mí y se instaló en un sofá, tratando de seducirme como si fuera la primera vez. Siempre lo hacía: recorría su cabello con sus dedos finos mientras su vestido ceñido, rojo, insinuaba los pecados de todos aquellos que caíamos en ella. Era hermosa, seguía siéndolo.
Yo me quedé de pie junto a la puerta, con la mirada clavada en ella. No pude evitar desearla enfermizamente. Perra. Eso era. Porque era de muchos al mismo tiempo y aún así creíamos privadamente que eramos los únicos que sufríamos su amor tajante. Me senté al otro lado de la mesa de centro. Ni siquiera traté de disimular que no entendía por qué estaba allí, de nuevo, apoderándose de mis espacios a su antojo. Desde sus manos blancas despedía lazos aromáticos que apestaban la habitación, que tocaban lascivamente los libros en los estantes, las patas de los muebles y las cortinas.
Estaba bebiendo la taza de café que había dejado en la mesa. Dejó la marca carmesí de sus labios -inmensamente deseables- en el borde de la taza. Todo en ella era asquerosamente perfecto. La forma en que su cabello rubio enmarcaba su rostro, sus rasgos suaves dignos de diosas, cómo las líneas de su cuello desaparecían en sus hombros, sus senos altivos llenando su corpiño y unas piernas largas y firmes terminando la ilusión de su cuerpo.
De repente me sentí enfermo. Náuseas. ¿Cómo podía sentirme tan atraído? Ni una palabra había sido pronunciada y yo ya quería hacerla mía de nuevo, como un vicio, como lo inevitable, como la muerte sentenciada desde el primer minuto de vida.
Su aliento llegó a mí trayendo solo dos palabras, las que solía pronunciar antes de robarme todo lo que acumulaba en su ausencia.
-Estás listo?
No pude responderle. Lo único que hice fue respirar profundo y prepararme para sentirla recorriendome. Se acercó a mí, con pasos eternos que se estiraron indelebles de nuevo en mi memoria.
Había sido ella en mi puerta. Era ella escabuyéndose en mi interior. La maldita impotencia.